jueves, 6 de marzo de 2008

Historia del hombre que se encontró con Dios

El fotógrafo Marcos Zrcickla, tuvo una vez la suerte de encontrarse con Dios arriba de un colectivo. Viajaba él una tarde en un coche de la línea 60 con objetivo incierto, mirando a las mujeres que pasaban por la ventanilla, cuando se sentó a su lado un cincuentón de exagerada elegancia, con un saco importado que le daba clase y superioridad, y una corbata rayada sobre el pecho. Llevaba un agraciado sombrero de ala y decoraba la presencia un sutil y curioso caracol marino en la solapa. A su alrededor, la atmósfera olía a sabiduría y confianza, y su mirada se mostraba atemorizante pero comprensiva. No llevaba anillos, pudo detallar también Zrcickla, sorprendiendo a más de uno con éste gesto de observar detenidamente a una persona del sexo masculino, personas que normalmente no acaparaban su atención.
Pasada la sorpresa de la singularidad, volvió a mirar por la ventanilla con gesto adusto y una mano en el mentón. El hombre comenzó a acercarse cada vez más, hasta que por fin, aventuró:
-¿Sabés quién soy yo?
-Me parece que no, don.
El fotógrafo se sorprendió y lo demostró con su cara de perplejidad, carente de disimulo. Algo en el otro lo ponía intranquilo, lo alarmaba, y al mismo tiempo lo hacía sentirse cada vez más seguro.

El cincuentón cambió su semblante repentinamente. El aire se espesó asfixiante. Un aislamiento sofocante los rodeó. Los brazos de Zrcickla sintiero su vello erizarse, atento a un movimiento inminente. El corazón se le apretaba, como en ese imperceptible cambio en el ambiente que rodea a uno cuando alguien se acerca sin hacer ruido: la diferencia de temperatura, el aire que agitan los mínimos movimientos, la cerrada respiración cerca de la nuca.
-Hombre, es imposible no reconocerme: Yo soy el Eterno, el Uno, el Superior, el Mismísimo, el Poderoso. Soy el Omnipresente, el Testigo, el Creador; soy el Primero, el que da la vida, el que decide, el Altísimo; soy el Misericordioso y Generoso, el Justo, el Divino, el Santísimo, el Soberano, el Padre. Me llaman Adonai Elohim, Shema, Yavéh, el Shadai. Me dicen El Rahum Ve-Hannun, Elyon, Quadosh, El-Hai. Yo soy Dios.
El ambiente volvió a la normalidad de la misma manera que se había alterado, como si las luces hubieran vuelto a iluminar y los sonidos a oírse. Dios sonrió altivo y amenazante. El polaco le tendió la mano sin inmutarse.
-Marcos Zrcickla, un gusto realmente. ¿Qué anda necesitando?
Él insinuó una indignada mueca de asco.
-¿Qué pasa? ¿No lo entendiste? ¿O me estás desmereciendo? Justo a mí, que soy el Único, que soy el Camino, la Llave. Que soy la Paz y el Perdón. Pero también soy la Justicia y el Castigo. ¿Acaso no te apabulla todo lo que Soy y Represento? ¿Acaso conocés algo mejor, conocés las Respuestas? No hay otra opción que rendirse ante Mí, que adorarme. ¿O es que vos podés contestar mis Preguntas? ¿O es que vos podés decirme a Mí, que soy el Conocimiento y la Verdad, lo que es la Muerte, el castigo de los hombres?
-Si me lo pide así, hago el intento. Mire: la Muerte es la máxima expresión de soledad. No se está más sólo que en la Muerte, ni hay mayor desolación que al pensar en ella. Y agrego: peor que morir, es saber que acabaremos por hacerlo.

El silencio fue sepulcral y sugestivo. Él intentó responder, pero no pudo empezar sensatamente la frase. Sus facciones comenzaron lentamente a perder la elegancia, el brillo, la altivez, la distinción. Al cabo de unos momentos, era un cincuentón cansado y apabullado, demasiado preocupado por la apariencia y con un sombrero que le absorbía el cráneo. Zrcickla jura haberlo oído masticar la palabra soledad lánguidamente. Los seres eternos no tienen acceso a todo.
Por segunda vez trató de contestar, replicar, defenderse, pero volvió a resignarse cansado. En su lugar miró por la ventana, frunciendo el entrecejo. Giró la cabeza tratando de leer un cartel en una esquina. El polaco se mostró complaciente y cortés:
-¿A dónde iba, Don?
-Las Heras y Callao, si no me equivoco. Me pasé, ¿no es así? - Sonaba abatido.
-Sí, se pasó…
-¿Mucho?
-Y… yo diría que bastante. Lo suficiente como para que le aconseje tomarse el bondi que va para el otro lado.
Se levantó pesadamente y se acomodó el saco. Miró una vez más por la ventanilla, y enfiló para el fondo. Luego de pensar unos segundos, como si le costara, miró nuevamente a los ojos del fotógrafo.
-Disculpe, pero no tengo monedas…
Zrcickla estiró una pierna y hurgó en sus jeans. Sacó un par de monedas doradas y se las acercó estirando la mano.
-Muchas gracias hombre, muchas gracias. Y disculpe las molestias.
-No, Don, por favor, un gusto. Que Dios lo bendiga.


Narró Manuel Saraceni,
el que llama a sus amigos por el apellido

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