LDD disfruta de los anti-poetas, de los reos, de los odiosos. De los que sublevan la lengua, la vuelven arisca, antisistémica, combativa. De los que escriben palabras que estallan, bombas de ardientes adjetivos contra la ignominia. De los que viven varias vidas en una, los que huyen y los que regresan. Los que van a menos para sobresalir.
Nos miran mal los lores enfundados en impecables vestidos con palabras adecuadas. Nos desprecian las señoras importantes, en sus trajes de noche con volados de circunstancia. Legos despreciables que desconocen, pero imparten. Aquí no hay damas educadas ni caballeros gentiles, buenos partidos o emperifollados inconsistentes. Es otra la fauna que habita estas páginas: explotados, obtusos, drogadictos, rufianes, prostitutas, suicidas, hombres frustrados, mujeres incomprendidas, vírgenes extravagantes, filósofos crepusculares.
Hoy: Arthur Rimbaud. Se deja presentar:
Nació en Charleville-Mézières, en el noreste de Francia, hijo de una familia de la clase media rural. Su padre, Frédéric lo abandonó (junto a 5 hermanos) cuando tenía 7 años (el padre). Arthur odiaba a su madre y se fugaba con frecuencia, pero luego regresaba. Como estudiante, se dice que era inquieto y burlón, pero brillante: A los quince años ya había ganado todo tipo de premios de redacción y compuesto versos y diálogos en latín. En 1870 conoció a un joven maestro de retórica, Georges Izambard, que se convirtió en su primer mentor literario; los originales versos en francés del poeta alcanzaron rápidamente una calidad máxima, dentro de una estética parnasiana. Su conducta se volvió caótica e irreverente; había comenzado a beber y se divertía conmocionando a los burgueses locales con sus vestimentas andrajosas, sus pintadas de «Muera Dios» en las iglesias y su cabello largo.
Luego de algunas cartas enviadas sin éxito, Rimbaud logró respuesta del poeta simbolista Verlaine, quien lo invitó a París, interesado en conocer al autor de los poemas leidos. Allí, los poetas mantuvieron una controvertida relación homosexual, y para mayor escándalo de los burgueses locales, se dedicaron a vivir como vagabundos, eternamente embriagados con hachís y ajenjo. El fin de esta etapa fue abrupto: luego de una discusión, Verlaine le disparó a Rimbaud en la mano, y fue condenado a prisión.
En los años siguientes, Arthur decidió abandonar el salvajismo de su anterior modus vivendi para establecerse económicamente. En 1880, se radicó en Adén (Yemen), como empleado de la Agencia Bardey. En 1884 dejó ese trabajo y se transformó en mercader cuentapropista en Harar, en la actual Etiopía. Hizo una pequeña fortuna como traficante de armas; hasta que en su rodilla derecha se desarrolló una sinovitis que degeneró en carcinoma; lo cual le forzó a regresar a Francia el 9 de mayo de 1891, donde días después le amputaron la pierna. Finalmente murió en Marsella, el 10 de noviembre, a la edad de 37 años.
En la horca negra bailan, amable manco,
bailan los paladines,
los descarnados danzarines del diablo;
danzan que danzan sin fin
los esqueletos de Saladín.
¡Monseñor Belzebú tira de la corbata
de sus títeres negros, que al cielo gesticulan,
y al darles en la frente un buen zapatillazo
les obliga a bailar ritmos de Villancico!
Sorprendidos, los títeres, juntan sus brazos gráciles:
como un órgano negro, los pechos horadados ,
que antaño damiselas gentiles abrazaban,
se rozan y entrechocan, en espantoso amor.
¡Hurra!, alegres danzantes que perdisteis la panza ,
trenzad vuestras cabriolas pues el tablao es amplio,
¡Que no sepan, por Dios, si es danza o es batalla!
¡Furioso, Belzebú rasga sus violines!
¡Rudos talones; nunca su sandalia se gasta!
Todos se han despojado de su sayo de piel:
lo que queda no asusta y se ve sin escándalo.
En sus cráneos, la nieve ha puesto un blanco gorro.
El cuervo es la cimera de estas cabezas rotas;
cuelga un jirón de carne de su flaca barbilla:
parecen, cuando giran en sombrías refriegas,
rígidos paladines, con bardas de cartón.
¡Hurra!, ¡que el cierzo azuza en el vals de los huesos!
¡y la horca negra muge cual órgano de hierro!
y responden los lobos desde bosques morados:
rojo, en el horizonte, el cielo es un infierno...
¡Zarandéame a estos fúnebres capitanes
que desgranan, ladinos, con largos dedos rotos,
un rosario de amor por sus pálidas vértebras:
¡difuntos, que no estamos aquí en un monasterio! .
Y de pronto, en el centro de esta danza macabra
brinca hacia el cielo rojo, loco, un gran esqueleto,
llevado por el ímpetu, cual corcel se encabrita
y, al sentir en el cuello la cuerda tiesa aún,
crispa sus cortos dedos contra un fémur que cruje
con gritos que recuerdan atroces carcajadas,
y, como un saltimbanqui se agita en su caseta,
vuelve a iniciar su baile al son de la osamenta.
En la horca negra bailan, amable manco,
bailan los paladines,
los descarnados danzarines del diablo;
danzan que danzan sin fin
los esqueletos de Saladín.
A.R.